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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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“Desterrado en la tierra”

He señalado aquí en múltiples ocasiones que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad de seres de lenguaje, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.  Pero desde su origen en Jonia, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad. De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den hoy departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos de manera literalmente heroica.  En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y desde luego las llamadas ciencias sociales. Pero en todos los casos la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. Por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos: la filosofía es aspiración a una confrontación en los límites de lo incondicionado, voluntad de un doble y radical propósito.

Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para retornar al otro lado, para identificarse a su mera animalidad, sino para venir a ser espejo de tal frontera y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí el segundo propósito.

Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar las potencialidades de los mismos, aspirando a alcanza ese extremo simétrico  de lo que constituyó el origen en la animalidad: aspiración paradigmáticamente encarnada en el proyecto platónico de encontrar la matriz del campo eidético,  el soporte último  de la red de ideas que filtra nuestra existencia global: tanto nuestra percepción del entorno natural,  como el lazo con los otros seres de razón y el “diálogo consigo mismo” que da pie al sentimiento de subjetividad.

Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello por razones intrínsecas a las que se añade aquello que el mismo Platón denominaba “la cárcel del alma”, el hecho de que nuestra animalidad frena en la tarea, de que, por su origen en la carne “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra (de nuevo Octavio Paz) “saberse desterrado en la tierra”:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/

Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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19 de abril de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: de la pintura de primates al Rembrandt algorítmico

Un autor contemporáneo, el matemático Marcus Du Sautoy (Programados para crear Acantilado 2020. P.135) se pregunta si el reconocimiento que Congo recibió por parte del mundo del arte basta para hacernos pensar que es realmente un artista, o más bien sería necesario que tuviera una suerte de conciencia de su condición de artista.

 Quizás la condición que avanza Du Sautoy es prescindible. Determinar el grado en el que actúa una conciencia en el caso de un animal como Congo no es lo más esencial respecto al problema de si lo producido por el animal es   arte. Muchos artistas actúan sin excesivo peso de la conciencia y yo diría que también es el caso de muchos científicos. Cuando un físico se haya concentrado en las fórmulas que marcan quizás el límite de la interpretación heredada de lo que es la naturaleza, hay mucho pensamiento y muy poca conciencia de sí. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en el momento del reconocimiento del Nobel: hay entonces mucha conciencia de sí mientras que el pensamiento está entonces en el limbo. Y lo que digo de un físico puede sin duda ser dicho de un escritor que ha merecido el galardón.

Ni la conciencia ni, menos aún, la buena conciencia, son necesarias en el arte, que más bien exige una tensión que acerca a los límites del yo. La cuestión es más bien si, con conciencia o sin ella se da en Congo esa disposición subjetiva   que precisamente por tener la potencialidad de abrirse a la intersubjetividad es prueba de que se trata de arte.  Pero el caso Congo tiene contrapunto en entidades maquinales a las que, como decía, también se les han atribuido capacidades artísticas.

En el verano de 2022 el artefacto Midjourney forjó un trabajo llamado Théatre d’Opera spatial, presentado por el artista Jason Allen, que ganó un concurso en la sección de Bellas Artes de la Colorado State Fair.  Otro artista, Genet Jumalon, recurrió a la descalificación cualitativa: “c’est plutôt merdique”, habría declarado. Juicio desde luego severo. La imagen es impactante y efectivamente hace evocar exitosas producciones de ópera barroca, con singulares personajes que, de espaldas a nosotros, parecen absortos en la contemplación de un luminoso espacio a través de una ventana circular. De reproducirse a escala como marco de una efectiva representación operística, tiendo a pensar que, al alzarse el telón, el público experimentaría el sentimiento de coral transporte que constituye la base del juicio estético.

Aunque date ya de 2016 (lo cual al ritmo que van las novedades lo hace arcaico), uno de los casos que despertó mayor interés fue el del “Rembrandt”, obra de un ordenador. Una vez más se trataba de una proeza de técnicos de uno de los gigantes del gremio, Microsoft, lo cual garantizaba la resonancia mediática (desde luego más que justificada si el objetivo hubiera sido  realmente   alcanzado). Dado que Rembrandt usaba la técnica del óleo, era en primer lugar necesario garantizar que el objeto resultante tuviera la textura de una obra de estas características, para lo cual se utilizó una impresión en tres dimensiones.

He tenido ocasión de contrastar la opinión sobre el tema de una reconocida artista plástica, que manifestó estar sorprendida, cuando menos en lo relativo a un aspecto: el estilo del pintor estaba recreado de tal forma que, incluso un erudito de la obra de Rembrandt, lo tendría difícil para discernir si es o no auténtico. “El estilo hace al hombre” (le style c’est l’ homme même) señalaba el conde De Buffon en su discurso ante la Academia Francesa.  Pero cabe preguntarse: ¿hace también al artista? Todo depende de lo que entendemos por estilo. En los museos del mundo es frecuente que junto a la obra de un pintor famoso se dispongan otras bajo el título “Escuela de X”. Obviamente se seleccionan obras en las que precisamente el artista dejó su huella en los discípulos, hasta el extremo de que el estilo es en ocasiones arduo a discernir. Uno de los miembros del equipo de Microsoft declaraba que el propósito de entrada era llegar a saber “qué hace que un rostro se parezca a un Rembrandt”.  ¿Es o no el estilo algo mesurable? El mismo propósito que el del grafólogo, o simplemente el encargado de caja del banco, ante una firma falsa, difícilmente distinguible de la singularísima verdadera. Desde luego Microsoft dispone de mayores recursos que cualquier grafólogo clásico.

Con la prodigiosa capacidad de reconocimiento, desde dígitos hasta aspectos de la cara o cuerpo, que ha alcanzado Deep Learning, la computadora pudo analizar los rasgos de todos los personajes pintados por Rembrandt y fijar invariantes. Dispuso también de toda la información posible relativa a   raza,  edad, sexo, vestimenta, etcétera, de todos esos personajes. Al final sólo quedaba la orden: que sea un varón, que tenga barbilla y bigote, que vista de oscuro y cuello blanco…

Ante la obra considerada artística de Congo Picasso habría sostenido que no pudo haber sido pintada por ningún ser humano. ¿Qué hubiera dicho en presencia de este Rembrandt.com? ¿Simulación o creación? Reitero que la dificultad   reside en que los criterios meramente cognoscitivos no legislan cuando de obra de arte se trata. En relación a este caso, el profesos del CSIC López de Mántaras, autor de un libro de referencia sobre inteligencia artificial  sugería  que uno de los mayores retos es dotar a la máquina de sentido común, al decir de Descartes la cosa en el mundo distribuida con mayor equidad. Sería interesante ver la impresión provocada por este “Rembrandt” en un público dotado simplemente de tal sentido, un público ingenuo, pero motivado por espíritu análogo al que movió a cubrir las paredes de Lascaux.

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11 de abril de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: arte y distancia frente a la inmediatez natural

Aunque, por razón intrínseca a la cosa misma, ello no puede ser objeto de ciencia, es decir susceptible de verificación, conjeturo que esta distanciación respecto al orden natural (que nos hace menos aptos para la vida en armónica prolongación con el medio) algo tiene que ver precisamente con el tipo de exigencia que lleva al esfuerzo artístico.

El arte no es lo más primitivo, si por tal se entiende reflejo de lo más inmediato o natural, aunque sea primitivo en el sentido de que fue quizás una de los primeros signos explícitos de nuestra singularidad respecto a los demás animales. Algunos de los que ponen énfasis en la objetiva existencia, no ya de una cultura sino de un arte animal señalan un rasgo de la pintura trazada por animales que sería significativo en relación a la irresuelta pregunta sobre el origen de la obra de arte: el “arte” pictórico de los simios sería casi exclusivamente no figurativo. Y subrayo el “casi”, porque algunos creen haber barruntado la figura de un pájaro o de un perro en pinturas realizadas por la gorila Koko, aunque la mayoría de observadores se muestran escépticos al respecto, estimando que tales figuras son meras proyecciones imaginarias.

Dado que a los niños les cuesta acceder en sus dibujos a la fase en la que las cosas son reconocibles, surge la tentación de concluir que, tras el arte creador de Picasso, Leonardo, o nuestros antepasados de Altamira, se escondería algo muy cercano a la empatía con el equilibrio cromático, las regularidades de trazo, las simetrías de ubicación, etcétera, que cabe otorgar a las pinturas de chimpancés o gorilas. Suele al respecto citarse la boutade de Salvador Dalí en relación a su colega Jackson Pollock, cuyo trazado sería casi animal, a la par que el del chimpancé sería casi humano.

Se olvida en todo ello que la pintura humana “primitiva” no es exactamente abstracta. Se olvida asimismo que la abstracción contemporánea no significa ausencia de forma, sino ausencia de representación de aquello-las cosas en nuestro entorno- que no podrían darse sin obediencia a formas a la vez más elementales y más interesantes, a saber, esas formas de hecho presentes en la gran pintura figurativa, ya se trate de estructuras fractales o de singularidades topológicas, esos pliegues y frunces que tanto admiraba Eduardo Chillida en las pinturas de todas las épocas.

El llamado arte animal parece pecar a la vez por carencia de figuración y carencia de aquello que la mirada aprehende tras la figuración, que es precisamente lo que permite jerarquizar a un Zurbarán frente a aquellos que, en la época, reproducían la ordinaria representación de las cosas con no menor técnica que el maestro y hasta reproduciendo el estilo de este, como hace de hecho un ordenador en nuestros días, dando prueba de lo inexacto de la expresión “el estilo hace al hombre”.

 Del “arte” pictórico animal tenemos apenas unos cuantos indicios, en la mayoría de los casos frutos de animales apartados de su entorno y sometidos a condicionantes que acercan efectivamente su comportamiento al de los humanos…al precio de impedirles quizás la plena realización de las facultades propias de su especie.

La pintura de Congo había llamado la atención de Desmond Morris, quien, por su doble condición de zoólogo, etólogo (interesado por la comparación entre el comportamiento animal y el comportamiento humano) y pintor, se hallaba a priori en excelentes condiciones para intentar responder a la pregunta sobre los lazos entre la naturaleza y el arte. Lástima que tales dotes no tuvieran otra traducción que una elemental teoría según la cual las evocadas similitudes formales entre las “creaciones” de Congo y las de los artistas serían prueba de una continuidad esencial entre los primates y los humanos.

Al parecer, la pintura del primate expuesta ante Picasso reunía todos los caracteres formales que suelen exigirse en una obra pictórica, sea esta figurativa o abstracta: los contrastes de color parecían responder a una ley estructural, las variaciones tenían una suerte de ritmo, y el todo producía una impresión de simetría.

¿En razón de qué, pues, la seguridad en Picasso de que la disposición artística del ser humano nada tenía que ver con aquello? La única respuesta es que los evocados caracteres formales, siendo aquello a través de lo cual la obra de arte se despliega, no son ni la causa eficiente ni la causa formal de la misma. Para decirlo llanamente: el arte no respondería a la aspiración a alcanzar algo que la naturaleza es capaz de depararnos, sino a una aspiración que ninguna determinación natural podría colmar y ello precisamente porque expresa el hecho mismo de que un ser ha trascendido la condición natural en su inmediatez.

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18 de marzo de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: ¿cultura artística en primates?

“Los conquistadores tardaron largo tiempo en atribuir una cultura a los pueblos indígenas de América” suelen repetir los defensores de la equivalencia salva veritate de primates y humanos. Tratándose de cultura artística, el argumento análogo es el de que, tras el descubrimiento de las cuevas de Altamira, se tardó largo tiempo en aceptar que aquellas imágenes habrían podido ser pintadas por habitantes de la pre-historia.  Ello sirve de apoyo a la tesis de que ciertos animales tendrían en su cultura esa modalidad de comportamiento que designamos como percepción artística o incluso creación. Así, cierto pájaro de Nueva Guinea (Bowerbird) no sólo adornaría la entrada de su nido, sino que al hacerlo tomaría distancia para tener perspectiva y eventualmente modificar algún detalle. Aspecto importante de este comportamiento es que la ornamentación puede a veces ser modificada en razón de una visita de un vecino del entorno, lo cual parece indicar que esta exigencia de ornamentación tiene un origen esencialmente cultural.

Ello sería claro indicio de que los animales son susceptibles de percepción estética plástica  y (en función de otros ejemplos) también acústico-musical. Y lo que es más: tal sensibilidad sería la lógica expresión de la evolución que hace de nuestros órganos perceptivos (ojos, oídos) algo muy cercano a los de nuestros parientes. Si compartimos el entorno, viene a argumentarse, ¿cómo podría ser de otra manera?). Lo que en última instancia se sostiene es que las armonías cromáticas, figurativas o acústicas se dan de entrada en la naturaleza y que nosotros las recreamos como resultado de haber sido   receptivos a las mismas, al igual que harían los demás animales. Posición pragmática que no satisfará a quien se plantee la abismal interrogación sobre el origen, la esencia y las condiciones de posibilidad de la obra de arte.

“¿Colgaría Usted un Congo en su pared?” pregunta el etólogo Frans de Waal al abordar la relación entre los animales y el arte. Pues bien: al parecer Picasso habría respondido positivamente a la pregunta, incluyendo efectivamente una obra de Congo en su impresionante colección. El detalle es tanto más significativo cuanto que, a diferencia de varios ilustres críticos, Picasso no ignoraba el origen del cuadro. Al parecer, desde la primera mirada, Picasso supo reconocer que aquello era difícilmente clasificable dentro de las tendencias pictóricas y ello simplemente porque el autor no podía haber sido un ser humano.

De ser cierta la anécdota (no tengo al respecto más que referencias de segunda o tercera mano) tendríamos una razón filosófica para intentar contactar al ilustre artista y preguntarle: ¿en razón de qué está usted seguro de que la mano del hombre no ha intervenido en la composición? Y tras la eventual respuesta: ¿cree usted que lo que se nos ofrece puede legítimamente ser calificado de obra de arte?

Cabe mencionar otros casos, concretamente experimentos con palomas realizados en Japón por S. Watanabe y equipo (“Pigeon’s discrimination of painting by Monet and Picasso” Journal of the Experimental Analysis of Behaviour” no63, 1995).

Supongamos que una buena reproducción de uno de los Pierrots de Picasso sirve de base sobre la que se esparce el grano que se da a un grupo de palomas, mientras que un segundo grupo picotea sobre una reproducción de una obra de Monet. Tras habituarlas a comer sobre tan finos manteles, los dos grupos de animales son desplazados a otro espacio en el que el alpiste se halla depositado sobre dos cuadros diferentes (nunca percibidos antes por los animales) de ambos pintores. Pues bien, en su gran mayoría las palomas acostumbradas a picotear sobre la reproducción de Picasso escogen el grano depositado en el cuadro de ese artista, y lo mismo ocurriría en el caso de Monet.

Basándose en este y otros casos se sostiene que incluso las diferentes armonizaciones cromáticas características de una u otra escuela pictórica, o la mayor o menor rotundidad en la configuración de ángulos, son susceptibles de ser percibidas (luego eventualmente reproducidas) por ciertos animales. De ahí la irónica conclusión de Frans de Waal “distinguen entre los pintores mejor que muchos visitantes del Louvre”.

Aun suponiendo que ello sea cierto, es decir, suponiendo que muchos visitantes del Louvre son incapaces de percibir las diferencias formales y cromáticas entre Renoir y Braque, mientras que tal no sería el caso de las palomas de Watanabe, ¿autoriza ello a decir que estas últimas son auténticamente receptivas a la obra de arte? Una vez más todo depende de lo que se entiende mediante el término “arte”.

Pues desde luego es perfectamente probable que a un animal no se le escapen   elementos diferenciales que formen parte del espectro de lo que por naturaleza está llamado a percibir, mientras que sí escapen a un ser humano, precisamente porque, quizás, en éste, la percepción se halla mediatizada por algo que introduce variables distorsionadoras de lo que la naturaleza o el artificio ofrecen a los sentidos. No habría en esto nada extraño, de ser cierto que en el ser humano el mero percibir implica ya juicio (según la sentencia de Aristóteles) y si el juicio se halla intrínsecamente vinculado al lenguaje. Pues el lenguaje, empapando la naturaleza la filtra y eventualmente la distorsiona.

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29 de febrero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: del sentimiento de agravio a la inteligencia práctica

Retomo el caso de comportamiento de primates que habrían mostrado tener exigencias de equidad y correlativamente sentimiento de injusticia (Frans de Waal, Sarah Brosman, “Monkeys reject unequal pay, Nature, September 18, 2003, pp.297-299), lo cual  inducía a considerarlos seres culturales en un sentido elevado.

Tales sentimientos, aunque determinados biológicamente, se verían reforzados en la medida en la que la sociedad de los primates alcanzara un mayor grado de armónica convivencia. En tales circunstancias, un primate llegaría, por ejemplo, a rechazar un intercambio que le es favorable (una piedra sin valor a cambio un pepino, por ejemplo) tras haber percibido que otro primate era tratado con mayor deferencia (recibiendo uvas en lugar de pepino a cambio de la piedra, e incluso a cambio de nada).

¿Analogía entre el comportamiento de estos primates y el gesto del obrero que llega a sacrificar el bienestar propio, y el de los suyos, negándose a intercambiar su fuerza de trabajo por un salario que considera injusto? Algunos están tentados de afirmarlo: ciertos primates tendrían sentimiento de dignidad, casi correlativamente al hecho de que serían capaces de percepción estética. Serían en definitiva seres determinados en su comportamiento por una modalidad de cultura con rasgos comunes a los que marcan a la cultura humana. Forzando más o menos la interpretación de los mismos, no faltarán hechos que vienen a confortar en esta convicción, así por ejemplo la gran capacidad en el ejercicio de facultades que tenemos asociadas a la vida intelectual.

Ya Aristóteles señalaba que los animales poseen memoria, pero ciertamente no se hallaba en condiciones de constatar hasta qué punto esta memoria puede llegar a ser potente y, sobre todo, especializada. Al parecer ciertos pájaros son capaces de reencontrar hasta treinta mil semillas que previamente han escondido en un espacio de varios metros cuadrados. ¿Significa ello que tales animales son más inteligentes que los que, en ocasiones no conseguimos recordar dónde hemos dejado nuestras gafas? Significa más bien que (al igual que ocurre con la prodigiosa memoria de ciertos artefactos) la potencia memorística no es un criterio esencial a la hora de medir la inteligencia. No hay nada rechazable en la idea de que tal tipo de acuidad, es el elemento de una cultura, pues determinada genéticamente no llegaría a activarse adecuadamente sin la información vehiculada por otros miembros de la especie pertenecientes a la generación anterior. En general: no hay nada extraño en la hipótesis de que la actualización de las posibilidades genéticas es, en las diferentes especies animales resultado de la cultura en el sentido amplio que se ha considerado. Cabe incluso ir más allá.

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9 de febrero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: frontera borrosa entre lo cultural y lo genético

 

Lo cultural sería en suma todo aquello que, conveniente para el individuo, no constituye mera actualización de factores genéticos. Una araña no necesita aprendizaje cultural para tejer su tela, pues esta función vendría determinada automáticamente por la naturaleza genética del insecto. En el extremo opuesto, la rata inducida por sus predecesores a evitar el cebo envenenado, que cabe catalogar como “expansión no genética de costumbres e información”.  Entre ambos extremos cabría evocar el caso de los mayores aprendiendo a un niño a andar, que constituye por así decirlo en ayudar a lo que la genética ha deparado.

Es obvio que nadie puede acceder a aquello para lo cual no está capacitado, por ello la barrera entre lo cultural y lo genético es borrosa.  Si cambiamos de especie animal, entonces la dotación genética es distinta, y en consecuencia será distinta también la capacidad de aprendizaje cultural.  Por ello el interés del investigador, etólogo para el caso, consiste en no confundir, en no hacer tabla rasa de la pluralidad de dotaciones que configuran la auténtica riqueza del mundo animal. Todo ello en oposición a la vieja ortodoxia behaviorista que consideraba a los animales como intercambiables en el aprendizaje, limitados a reaccionar en función de estímulos, en una suerte de parodia del animal machine de Descartes. Ya he señalado que los behavioristas excluyen al ser humano de tal explicación, con lo cual, de alguna manera, renuncian a la unidad de su teoría originaria.

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25 de enero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: ¿genética versus cultura?

Un concepto general de cultura aceptado por múltiples etólogos es el siguiente: acumulación de conocimientos y hábitos a través de los demás, que normalmente pertenecen a otra generación. En tal acepción es obvio que no cabría excluir de la cultura a especies animales diferentes del hombre, es decir, la separación respecto a la inmediatez natural que se asocia al término cultura no sería un rasgo exclusivo de nuestra especie.

Franz de Waals (The Ape and the Sushi Masters Basic Books New York 2001, p.16) formula la pregunta, y da clara respuesta: “¿Cuál es el común denominador de todo aquello que llamamos cultura? (…) A mi juicio no puede tratarse sino de la expansión no genética de costumbres e información”.

El autor da varios ejemplos de reacciones marcadas por la cultura. La respuesta correcta de un pequeño simio amenazado por un depredador depende de la condición de este (si se trata de un leopardo encaramarse a un árbol, si se trata de una serpiente mantenerse erguido en la hierba). Los simios van aprendiendo con el tiempo cuál es la respuesta correcta en cada caso, pero ello no se debería tan sólo a la experiencia (corrección progresiva de respuestas erróneas) sino a información recibida de sus mayores y en general del resto del grupo. De ello sería prueba el hecho de que aquellos de los pequeños que observan cómo reaccionan los mayores en la próxima alarma, reaccionan correctamente en mayor medida que los poco observadores. Si la reacción estuviera determinada por la genética esta diferencia no se daría.

Las supervivientes de ratas que han sido engañadas con un cebo envenenado, evitan acercarse a ese alimento. Esto obviamente es el resultado de una mala experiencia, pero lo curioso es que la prole de estos individuos, que no han estado en contacto con tal alimento también lo evitan sin que haya al respecto experiencia alguna.

Si cultura es aprendizaje mediatizado por otros, es indiscutible que estos ejemplos dan testimonio de una cultura animal. Como mucho cabría decir que nuestra capacidad de asimilar y transmitir información con los miembros de la especie es superior, aunque este criterio no es suficientemente indicativo. Uno de los hechos más significativos en relación a este asunto es que cuando un animal no recibe la cultura de sus congéneres porque simplemente ha sido arrancado al medio en el que esta se fragua, al retornar a su mundo es incapaz de defenderse. Esto se ha experimentado concretamente con simios criados junto a humanos y privados del modelo de los adultos de su especie. Frans de Waal escribe al respecto:

La noción estándar de humanidad conlleva la creencia de que se trata de la única forma de vida que ha realizado la transición del reino cultural, como si un día abriésemos las puertas de una nueva vida. La transición hacia la cultura ha sido sin duda alguna gradual, en pequeñas etapas y no ha sido ni completa (nunca hemos dejado atrás realmente la naturaleza) ni muy diferente, al menos en el inicio del comportamiento observado en otros animales. La idea de que constituimos la única especie cuya supervivencia depende de la cultura es falsa, y el proyecto mismo de yuxtaponer naturaleza y cultura es un grandísimo quid pro quo”.

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11 de enero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana (flanco animalista): extensión del concepto de cultura

Aunque estas columnas, prolongadas ya desde hace muchos años, han tocado temas muy variados, en las últimas el hilo conductor era la contemporánea Disputa sobre la singularidad humana. Y digo contemporánea, porque, aunque presente en múltiplos momentos de nuestra historia, nunca como hasta ahora el estatus jerarquizado de la especie humana en relación a otras especies animales había sido tan radicalmente cuestionado, y ello en base a indiscutibles hechos científicos, ciertamente sometidos a veces a una hermenéutica algo sesgada.

Este cuestionamiento tiene un segundo flanco en las tentativas de homologación de la inteligencia humana y la llamada inteligencia artificial, asunto del que aquí me he ocupado con profusión, y sobre el que volveré, aunque en las columnas inmediatas me ceñiré al primer flanco, poniendo el foco sobre uno de los puntos más controvertidos, a saber, el término mismo cultura, un tiempo designativo del conjunto de variables que separarían a la especie humana de la inmediatez natural, de la cual las otras especies no llegarían a distanciarse.

Esta visión quedó relativizada por una extensión del concepto de cultura, que permitiría cubrir aspectos del comportamiento de múltiples especies. Me detendré en esta ampliación, preguntándome si no cabe, pese a todo, seguir afirmando la irreductibilidad del comportamiento del ser humano, en base precisamente a rasgos de su cultura específica, que muestran una diferencia cualitativa, vertical por así decirlo, frente a los rasgos que separan las culturas de las otras especies animadas entre sí.

Introductoriamente conviene recordar que las tentativas de explicación del comportamiento animal en general y humano en particular no siempre han estimado operativa la noción de cultura. Así, la teoría conocida como behaviorismo considera (en general, pues de hecho muy diversas escuelas bajo esta designación) que los lazos estímulo-respuesta son suficientes para dar cuenta del comportamiento de los individuos, sin necesidad de aventurar hipótesis sobre estados interiores, sean fisiológicos (estado hormonal, por ejemplo) o psicológicos. Los individuos son presentados como tierra virgen sobre la cual el juego estímulo- respuesta, premios y castigos va configurando un panorama. En un principio muy radical en la defensa de sus postulados, el behaviorismo acabó por así decirlo enmendando, excluyendo al hombre del esquema. A la hora de presentar al individuo humano como superficie de inscripción para estímulos aleatorios, indiferentes a los aspectos filogenéticos, que forzarían el comportamiento particularmente elegido por el investigador, las dudas surgieron y la prudencia se impuso.

Mas si el behaviorismo digamos duro no goza de buena salud, ello no sólo  se debe a que el estudio del comportamiento humano lo contradice, sino precisamente al hecho de ser cuestionado por los estudiosos del comportamiento animal, que tienen en cuenta no sólo la reacción a una circunstancia sino la percepción que el propio animal se hace de la situación y las emociones y afectos que experimentaría, aspectos todos ellos determinados por los rasgos de la especie a la que el animal pertenece.

El contrapunto mayor de las posiciones behavioristas se encuentra quizás en Konrad Lorentz (The  Foundations of Ethology, Simon and Shuster, New York, 1981) para quien, por su pertenencia a una especie determinada, el individuo tiene disposiciones innatas (así en el sistema nervioso) que, por ejemplo, marcan su manera de proceder en el aprendizaje experimental.

Un gato tiene mecanismos innatos de conocimiento que operan a la hora de responder a un estímulo, y lo mismo le ocurre al chimpancé y al humano. Simplemente, los mecanismos no son en todos los casos coincidentes. Sea como sea, a la hora de aproximarse a los animales, los lorenzianos tienen una actitud que cabría tildar de aristotélica, dado el enorme respeto que muestran por el hecho indiscutible de que el universo animal está poblado de especies (por efímeras que eventualmente sean), las cuales presentan rasgos no sólo diferenciadores respecto de otras especies, sino determinantes de su comportamiento. ¿Dispositivo que permite el distanciamiento del orden natural, abriendo el camino a una existencia marcada por la cultura? Todo depende de lo que se entiende por cultura. La palabra no ha de ser fetichizada. Con las pertinentes distinciones, no hay problema para atribuir a cada especie e incluso a un grupo particular en el seno de una especie una modalidad de cultura. Pero ante todo es necesario precisar cuáles son los rasgos invariantes que permiten calificar un determinado comportamiento como cultural.

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15 de diciembre de 2023
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Nuestra frágil y abismal inteligencia

Esa desazón que embarga a las personas cuando no logran acordarse de algo pese a un esfuerzo de reflexión intenso” (Aristóteles Parva Naturalia. De Memoria et Reminiscentia, 2, 453 a 14-31.)

Ahora que está tan presente la pregunta sobre si hay seres naturales o artificiales susceptibles de ser homologados a los seres humanos, quisiera en esta columna, pensando sobre todo en el caso de entidades maquinales reivindicar una nota tan singular como amarga de los seres cabalmente inteligentes. Un apunte previo:   Jeremy Bentham (pensador imprescindible a la hora de buscar los fundamentos del movimiento en pos de los derechos animales) sostenía que a la hora de determinar qué seres no deben en ningún caso ser instrumentalizados, han de  ser considerados  como un fin en sí y en consecuencia tener derechos, el criterio no es el de  si son susceptibles de pensar, sino más bien el de  si son susceptibles de sufrir.

Vuelvo a Bentham al final. Considero ahora a los seres indiscutiblemente inteligentes (y por ello mismo eventualmente estúpidos, malvados, zafios etcétera, calificativos todo ellos exclusivamente propios de los  seres inteligentes), es decir, los seres humanos para describir un hecho.

Hay una expresión llamativa relativa a las redes neuronales, el “olvido catastrófico”. Se entiende por tal el hecho de que cuando una máquina es entrenada para una tarea que sustituye a la que la ocupaba, pierde completamente su conocimiento respecto a esta. Supongamos que ha aprendido a jugar ajedrez y ha hecho estragos entre sus competidores maquinales o humanos. De repente le cambiamos la forma del tablero, por ejemplo, y además hacemos que le correspondan ahora las teclas blancas cuando antes había jugado las negras. El artefacto ha de empezar desde cero, porque el conocimiento que tenía hasta entonces queda anulado. ¿Ha sido olvidado? Creo que es más adecuado decir que ha desaparecido, pues la máquina no tiene ante el hecho acaecido ese complemento emocional que conlleva la palabra “olvido”, cuando se trata del ser humano.

 Hemos logrado entender una fórmula matemática; disponemos de la misma con vista a su integración en otras fórmulas o a su utilización fuera del ámbito de las matemáticas; forma parte de nuestro bagaje…un tiempo, sólo un tiempo. Pues, quizás cuando más la necesitamos, al abrir ese bagaje de lo que está a mano, vemos que ha desaparecido. Cualquier estudiante de matemáticas (no digamos ya un adulto, científico o no científico) ha pasado por esta situación y ha constatado también que la fórmula no estaba totalmente perdida, que había un abismo en el que se había sumergido y que ese abismo no era sin fondo, pues (con esfuerzo que deja exhausto) podía ser recuperada, no siempre intacta, a veces se diría que en el abismo sólo logró perdurar un rescoldo. Esta fragilidad es constitutiva de nuestra inteligencia. Lo que ahora se hace presente parece hacerlo al precio de desalojar otra presencia, que tendrá que ser recuperada a coste análogo. Y ello es quizás particularmente claro en el caso de las matemáticas, en cuya restauración consciente veía Platón un paradigma de la Anamnesis. En la reminiscencia platónica, las entidades matemáticas, fórmulas o figuras, se ubicaban en el campo eidético y en la participación descendían hasta nuestra humanidad. En la efectiva reminiscencia, las matemáticas, pero también imágenes y representaciones triviales, ascienden desde el olvido. En todos los casos, a través de una ascesis, para la que confiere fuerzas la promesa de que, en lo profundo, hay un rescoldo de espíritu. Tal disposición, tal empeño en recuperar el universo de las ideas es la antítesis de esa inercia por la cual la capacidad de conocer se complace en lo ya sabido, la exigencia ética se amolda a lo conveniente y el ejercicio del juicio estético es confundido conla instrucción en las normas del gusto.

Desviarse de la pregunta sobre si otras entidades son susceptibles de pensar para establecer como criterio si son capaces de sufrir…señalaba Bentham. Pero en cualquier caso, ¿hay algún otro ser susceptible de esta modalidad de sufrimiento que constituye el intentar arrancar al olvido? Y lo que digo del olvido lo podría decir del pensamiento que directamente se siente impotente. Hace ya tiempo establecía  aquí mismo un paralelo entre el artefacto AlphaFold2 y Newton por el hecho de que ambos son incapaces de explicar aquello que prevén (en un caso el pliegue tridimensional en las proteínas, en otro caso la gravitación), pero hay una diferencia: Newton se quejaba de esta Aunque en ciertos textos así en el célebre Hypothesis non fingo de los Principia Newton parecía conformarse con lo que él llamó “filosofía experimental” que se conforma con la generalización por inducción y renuncia a la explicación, provocando  la ira de Leibniz,  el propio Newton en su correspondencia acepta que tal ausencia de inteligibilidad es intolerable. Determinar no tanto qué seres son susceptibles de pensar como que seres son susceptibles de  sufrir: he aquí según Bentham el principio de la moralidad. Pues bien, cabe preguntarse: ¿Hay algún ser marcado por esa modalidad de sufrimiento indisociable del pensamiento y del lenguaje que es la desaparición de las fórmulas, las metáforas, y a veces simplemente las palabras designativas de las cosas, la astenia, en suma,  de la capacidad de simbolizar y conocer?

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23 de noviembre de 2023
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La causa final

 

 ¿Qué es, pues, lo que abruma y ha de ser combatido? Abruma simplemente el nihilismo que, negando nuestra singularidad, impide la confrontación a la misma, o más bien la inversa: hay una disposición tendiente a huir de esa “cita, urgente, capital con uno mismo” a la que se refería Marcel Proust, y   para evitarlo, se niega que haya nada a lo que confrontarse, se niega nuestra singularidad. Se la niega al menos en la vida consciente, pues tal singularidad se hace de inmediato presente, marcando los contenidos en estados no controlables por la conciencia, como el sueño.

Pero no basta quizás combatir la denegación de nuestro ser, sino llegar a afirmar: denunciar el nihilismo, pero también hacer contrapunto al mismo.  ¿Y que ha de ser afirmado? Pues que cabe la disposición filosófica, cabe la apuesta por lo irreductible, que no puede residir en otra cosa que en el pensamiento. Ese pensamiento que intentan vanamente reducir a objeto de ciencia, torciendo hasta la violencia la vocación de la ciencia (la cual apunta a dar cuenta de la naturaleza, y no del espíritu del que la ciencia misma es expresión) y rechazando con mil ardides esa evidencia de que sólo el pensamiento mismo forja las hipótesis reductoras.

Y cuando el pensamiento no se complace en esta idea, cuando se niega a ser una modalidad entre otras de materia viva ¿qué es lo que propone? Su tarea es simplemente más seria: no intentar reducir las ideas, sino hurgar en las ideas mismas, en el sendero desconocido.  Algo efectivamente análogo a lo que realiza Platón en el diálogo Sofista, a saber, mostrar la dialéctica de las ideas mismas. Y como esta dialéctica no tolera el estancamiento, como el pensar es incompatible con la satisfacción en lo dado, como el motor del despliegue de las ideas es la contradicción, entonces, efectivamente, asumir la tensión de la Jerusalén eidética.

Cuando lo que ocurre al nivel eidético es la variable mayor de lo que simplemente ocurre, cabe entonces decir que el pensamiento se ha reencontrado a sí mismo. Pero tal reencuentro ha de manifestarse. Frente a quienes niegan el peso del ser que cuenta, este ha de llegar a dar muestra de tal peso, generando alguna nueva cuenta, o por mejor decir, dando lugar a algo nunca hasta entonces contado.

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7 de noviembre de 2023
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